12/25/2009

Detritos de Wilver Moreno Tineo, La vestimenta de los días de César Olivares y Danza finita de Stanley Vega por Camilo Fernández Cozman

Acabo de releer tres poemarios: La vestimenta de los días, de César Olivares (Lima: Ornitorrinco, 2009); Danza finita, de Stanley Vega (Lima: Hipocampo, 2009), y Detritos, de Wilver Moreno Tineo (Lima: Paracaídas, 2009). Solo el primero se sitúa en el ámbito de la poesía conversacional; los otros dos vates intentan la concisión verbal y recuerdan los recursos de los poetas del cincuenta.
Olivares (La Libertad, 1979) obtuvo el primer premio en los Juegos Florales de la Universidad de Trujillo. La vestimenta de los días es un poemario quizá demasiado extenso, pero que, en sus mejores momentos, afila un ostensible temple lírico donde abundan las metáforas salpicadas de atmósfera cotidiana: "En este pequeño espacio yace el esqueleto de un insecto/ (o mirándolo bien un verso caligrafiado por la resaca)"; "Todo sigue igual/ Los juguetes reposan como veleros / extraviados en la sombra". Se podrían multiplicar los ejemplos. El poemario se halla dividido en dos partes y un epílogo. En la primera ("Atuendos familiares") se yuxtaponen estructuras lúdicas con la reflexión acerca del hogar como el espacio donde reinan (o, muchas veces, se quiebran) las ilusiones y la apacibilidad. Olivares explora la relación entre el padre (o la madre) y el hijo a través del hilo de las metáforas y de las estructuras anafóricas. En la segunda ("De calzados y tristezas") retorna al universo de la infancia y cavila sobre el tiempo: "El tiempo no ha corrido/ bajo los arcos/ de la casa/ Un/ sombrero/ gris/ anuncia/ el envejecimiento/ prematuro de las ideas". En la última parte ("Epílogo"), el yo poético se centra en el recuento de su propia vida enfatizando que la soledad permite la inexorable liberación de su ser.
Olivares maneja con acierto el ritmo de los versos que se desliza como un río a lo largo de la página; a veces, confía, tal vez en exceso, en su capacidad de síntesis y ofrece escuetos poemas (en la subparte "Presagios"), donde la reflexión no cuaja plenamente. Sin embargo, La vestimenta de los días es un promisorio primer libro porque aborda, con hondura, temas como el hogar, la vigilia y el inexorable paso de la vejez. Esperemos una segunda entrega para que el joven poeta forje un estilo propio e intransferible.

A diferencia de Olivares, Stanley Vega (Santa Cruz, Cajamarca, 1972) no emplea el poema extenso, sino que prefiere la concisión. Danza finita es un libro de atmósfera sombría pero sugestiva. El yo poético afima que siempre habrá invierno en su interioridad y que el lenguaje, con asiduidad, será turbulento. La monotonía y la oscuridad parecen imponerse en el universo representado: "Sólo hay luz para inventar/ nuestros pasos.// No vuelvas a los ojos/ hacia atrás.// La oscuridad te tragará". La existencia parece carcomida por la decrepitud. Nada poseemos: todo se desliza, de modo inacabable, hacia el abismo de la muerte. El mundo es, acaso, sinónimo de un endeble pilar que se deshace: "No hay nada/ en qué aferrarse.// Ni siquiera/ los vellos luminosos/ de tu sexo/ pueden salvarme/ de esta caídad inevitable". Todo parece conducir al mismo lugar, pues aparece la mueca de la monotonía al final de la dura jornada cotidiana.

Stanley maneja, con sindéresis, el escandido de los versos y el flujo de las metáforas. Me cautivan estos versos algo irónicos: "Ocurre que Dios/ de pronto quiso verse/ frente al espejo/ y sólo vio/ el aire/ que flotaba en silencio". Sin duda, Danza finita constituye un poemario digno de relieve en el año que fenece por su capacidad de impregnar un hondo sentimiento a los más cercanos objetos del mundo cotidiano para meditar sobre el carácter siempre efímero de nuestra existencia. No sé por qué dicho libro me trae a la memoria la filosofía de Arthur Schopenhauer, quien afirmaba que el mundo era sinónimo de dolor y que únicamente nos quedaba contemplar cómo el sufrimiento y la rutina hacían estragos sobre nuestros cuerpos acaso roídos por el tiempo.

Distinta es la óptica de Wilver Moreno (Ayacucho, 1982), quien en Detritos ofrece nueve poemas acerca del cuerpo (tema tan caro a César Vallejo, Blanca Varela y Jorge Eduardo Eielson). Las manos se asocian con la decrepitud; el cuerpo se ve absolutamente desprovisto de sus miembros; asoman imágenes donde prepondera el erizamiento del espacio corporal. Vemos cómo el tiempo parece producir un temblor de la piel: "por el cuerpo de la calle// Mi cuerpo tiembla". En lo que respecta al estilo, se suprimen los artículos ("ojo austero, que reprimes diente") y se utilizan, con profusión, las aliteraciones. Eventualmente, se suprime la puntuación a la manera de los surrealistas franceses para dejar que fluya el hilo del pensamiento.

En fin, tres poemarios: dos autores del norte y uno del sur. Ello evidencia cómo la creación poética llega desde Trujillo, Cajamarca y Ayacucho con inusual fuerza. Esperemos que la hermosa plaga de la poesía se siga propagando por todos los departamentos del país.

12/15/2009

La Imagen de las Palabras por Hector Ñaupari


Me resulta especialmente complicado empezar esta presentación pues me invade la desazón de no poder evocar el encanto y la magia que la vista de estos dibujos magníficos y espléndidos poemas ha suscitado en mí y, estoy seguro, logrará también en ustedes.

Hoy presentamos un libro muy especial, por su carácter mestizo, cómplice, de infidelidades mutuas y nada solapadas pasiones. La imagen de las palabras es un singular recorrido de trazos y sílabas, de versos y significaciones, de cooperación interinstitucional – si queremos adoptar el tono solemne y algo absurdo de los Estados – entre la pictórica y la poesía.
La relación entre ambos géneros príncipes no estuvo exenta de escándalos y vicisitudes, como toda en la que las pulsiones más íntimas, las más recónditas, se enfeudan. Ese señorío se concentra de modo total en La imagen de las palabras.

Lo que el libro bajo comentario nos muestra es, en más de una manera, una relación incestuosa: hijos de hermanos, como la evocación y el talento, como la creación y la ruptura, la poesía y la pintura se fecundan mutuamente, llevando una preñez agolpada y tumultuosa, y un nacimiento siempre turbulento. Así ha sido el origen de La imagen de las palabras.

No es curioso ni casual que el momento de tomar este camino, el que hace toda la diferencia, como en el poema de Frost, sea el mismo: el apasionado y difícil mundo de la primera juventud.

En el momento mismo en que somos víctimas de las crueldades de los mediocres de siempre, de los ayunos de talento, de los huérfanos de la visión, es que decidimos vengarnos de todos ellos, del mundo mismo, con lápices o pinceles.

Aquella decidida explosión de instintos, revanchas cobradas a la vida y a los enemigos que ella nos ha puesto delante, con los retos e incertidumbres que nos pueblan, hace nuestro arte. Esto es lo que se hace en La imagen de las palabras.

Esa manifestación habita entre nosotros, hurtando el texto del precioso libro de Watanabe. Nos incendia el alma. Nos vuelve viles juguetes del frenesí, de la fantasía, del terror. Lo que hacemos nos ha dado el diáfano obsequio sobre el cual escribió el autor de Fausto, el de una vocación que nos escolta y cela durante toda la vida.

Y nos da, andando el tiempo, un deseo irreductible, una tenacidad sostenida por pintar o escribir lo que nuestros pálpitos nos empujan a expresar, y aún más: nos dará un savoir faire que sólo podemos poseer por su intermedio.

Y lo poseemos como se hace con un o con una amante que completamente estamos seguros de abandonar, sin decírselo: huyendo, transfigurados, exánimes, hasta que descubramos que nada puede detenernos.

El arte nos convierte en unos avecindados en el mundo, como Jay Gatsby en la novela de Fitzfgerald. Nos condena a los amores insospechados e insomnes, pues, reescribiendo a Proust, las mujeres hermosas prefieren a los hombres sin imaginación ni talento.

Nos impone morir en el Sena de hambre, como Modigliani, o en el silencio de las oficinas judiciales o municipales como Kakfa o Kavafis, sin una oreja, como Van Gogh, o torturado por el mal francés y la miseria a pesar del bellísimo atardecer de Papeete, como Gaugin.

Pero esa moneda tiene otra cara, que aparece en La imagen de las palabras: un apetito voraz por otras vidas, por sus experiencias, y un conflicto entre la universalidad y el individualismo, entre la libertad de los antiguos y la de los modernos, al decir de Benjamin Constant, entre vivir todas las vidas o hacer de la propia algo único y sin igual.

Me dirijo ahora a los autores de La imagen de las palabras. La presencia de la mayor parte de los artistas hoy con nosotros resulta, como siempre, especialmente grata. A través de La imagen de las palabras seguimos el fondo sin forma de los ritmos estelares de la luz de Juan Pablo Mejía, somos un abismo pleno y fecundo de soles con Verónica Cabanillas, empuñamos furiosos el cuchillo de Rodolfo Ybarra, damos una puntada al hilo delicado de color carmesí de Vilo Arévalo, alimentamos con nuestra carne al cuervo negro, brillante y pesado de Anahí Vásquez de Velasco, nos cobijamos en el silencio imaginado de la boca de Carla Astoquilca, o disfrutamos callados el concierto in crescendo de su cuerpo agotado de sudor.

Vagamos por el placer clandestino de Lena Luna, reclamamos los minutos empeñados a un alma eterna junto a Francisco León, encendemos la hoguera de la doncella de Orléans, o la salvamos, con un halo de luz que aparezca en medio de la penumbra, como lo hace Zadith Vega, nos sentimos puros y livianos como los ángeles iluminados de Wilver Moreno Tineo, caemos con Valia Llanos, por no tener pies, tenemos los ojos indemnes de Miguel Vílchez (vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Miguel, como en el verso de Pavese), y aprendemos a novelar en la prosa del afecto de Javier Cusquisibán.

Termino.

Si tuviera que dar cuenta de La imagen de las palabras diría que es un libro en el que las pasiones se ven iluminadas por los dibujos y poemas, que no es otra que la luz que sus propias pasiones generan.

El destino de las creaciones que recorren sus páginas cumple con la única verdad que conozco en la literatura y el arte: la verdad emocional, la verdad que subyace a los actos y los determina cualquiera que sea la circunstancia en la que se encuentren esas creaciones y cualquiera que haya sido el tiempo transcurrido desde que su origen y la aceptación o rebeldía frente a su destino.

Los textos y dibujos de La imagen de las palabras son hijos de una necesidad que yo mismo desconocía hasta que se fueron descubriendo ante mis ojos, son poemas que tratan de saldar antiguas hipotecas con algunos grandes autores que nos enseñaron que no existe discusión posible cuando una persona siente o sufre, busca o se interroga, que no existe confusión al concretar una opción entre todas las posibles para el mundo en el que se desenvuelven nuestras creaciones, porque como cuando nuestros hijos crecen, parten, nos abandonan, nuestras creaciones están vivas y deben elegir irreversiblemente su destino, su criterio, su prosperidad o su hundimiento.

Y esto es todo.

Muchas gracias.
(Imagen de Joseph de Utia)

12/07/2009

Presentación de la Imagen de las Palabras

Presentación de:
La Imagen de las Palabras,
libro colectivo de poesía y dibujo,
martes 8 de diciembre en
La Noche de Barranco, a las 7:00 p.m.
dibujos y pinturas que los acompañaron en esta primera edición.
Los artistas son:

Vladimir Ramos/Juan Pablo Mejía
Giancarlo León Waller/Verónica Cabanillas
Giuseppe Mendiola/Rodolfo Ybarra
Angélica Chávez/Vilo Arévalo
Julius Sobrino/Anahí Vásquez-de-Velasco
Víctor Tejada/Carla Astoquilca
Iván Fernández-Dávila/Lena Luna
Mako Moya/Francisco León
Shila Acosta/Zadith Vega
Joseph De Utia/Wilver Moreno Tineo
Javier Ramos Cucho/Valia Llanos Llacza
Fito Espinosa/Miguel Vílchez
Elizabeth López Avilés/Héctor Ñaupari
Johnny Palacios/Javier Cusquisabán

La Imagen de las Palabras


Que José María Eguren haya destacado enormemente en Poesía, no es impedimento para recordar su obra plástica. Lo mismo podría decirse de alguien como César Moro, quien llegó incluso a relacionarse con las personalidades de mayor importancia en el ámbito –mal llamado- surrealista internacional. Si nos referimos a aquellos que destacaron antes bien por su obra pictórica, debemos hablar de Sérvulo Gutiérrez. Un caso reciente en que obra escrita y obra visual se funden y es difícil decir en cuál de las dos expresiones –en el caso de que existiese una real diferencia- logró destacar más, es el de Jorge Eduardo Eielson; sólo para hablar de algunos nombres conocidos en el Perú.
El umbral del Arte probablemente sea el mismo para un músico, para un actor, para un poeta, para un pintor. La necesidad profunda de expresión, de comunicación, que se manifiesta de diferentes formas en el campo del Arte sólo es diferente precisamente en su manifestación perceptible, mas no en la idea, en el fondo de esa urgencia. Una definición de artista que podría ser válida es: El ser que padece y que responde a ese padecer por medio de las palabras, de las formas, de los sonidos, del volumen, de los gestos.
Octavio Paz escribió que era aciago el día en que música y poesía se separaron. Contraviniendo a ese lamento, desde hace varios años, se vienen realizando actividades que intentan acercar las diversas manifestaciones del Arte bajo un solo concepto. En el Perú no es nada nuevo, pero me voy a referir a una serie de actividades recientes puesto que las conozco de primera mano por haber sido invitado a participar de las mismas.
Hace unos años Joseph De Utia fundó POETARTE, grupo de miembros variables que proponía la interacción de la poesía con la plástica iniciando una serie de exposiciones en el medio tales como: Laberintos de Borges -para cuya inauguración se contó con la presencia de la viuda del escritor, Maria Kodama-, Perspectivas de la Poesía Francesa, Poéticas Urbanas, Homenaje al Quijote, Homenaje a Watanabe, entre muchas otras. Una de las características de Poetarte es la constante de reunir trabajos de reconocidos artistas invitados como Enrique Polanco, Fernando De Szyszlo, Eduardo Tokeshi, Jorge Castilla- Bambarén, junto a elementos de la generación actual como Eduardo Cochachín, Vladimir Ramos, Flavia Meléndez, José Luis Carranza y Alejandro Romaní; precisamente fue este último quien, después de participar en la exposición Poesie: Interacción con la Poesía Alemana Contemporánea organizada por De Utia en el Goethe-Institut de Lima, concibió y organizó la exposición: TrabajoZucio: La Poesía Peruana Vanguardista a fines de abril del presente año en el Centro Cultural de la Escuela Nacional de Bellas Artes y que contó, entre otros, con la participación de algunos de los artistas que participamos en experiencias previas con Poetarte, así como con nombres de larga data en el medio local como Iván Huerto o Carlos Ostolaza.
Estas y otras exposiciones recibieron interés del público y de la prensa; fueron, a fin de cuentas, positivas. El nivel artístico de las mismas es, como debe ser, opinable y en su momento a quien le haya correspondido habrá sabido argumentar al respecto. Sin embargo, rara vez hubo un apoyo decidido de las instituciones que las albergaron, ni un interés férreo de los artistas que las conformaron para documentarlas debidamente en un catálogo o en alguna publicación. Otro asunto es el hecho del desfase generacional y espacial entre lo visual y lo verbal. Así, no fue únicamente la carencia de un documento que reuniera estas experiencias de interacción entre poetas y artistas plásticos la motivación a la realización de este libro, sino el hecho de que los poetas con los que interactuaran los artistas del dibujo sean poetas jóvenes también, en plena actividad, con trayectorias en ciernes o en camino de afirmación, seres individuales compartiendo un espacio común. Real o virtual. Digo esto debido a que si bien es cierto la mayoría de seleccionados vive en Lima, hubo casos en que la interacción de poetas y pintores ni siquiera se dio telefónicamente, sino vía e-mail, como en la pareja formada por el artista peruano de impecable factura Johnny Palacios, quien reside en Centroamérica y del dueño de una poesía melancólica, Javier Cusquisibán Mosquera quien reside en Cajamarca. O de Carla Astoquilca y su poesía dura y cruda -quien sí vive en Lima- y Víctor Tejada, joven artista peruano afincado en España desde su adolescencia; en el caso de esta pareja no hubo un contacto directo por ningún medio sino que serví de intermediario de sus propuestas. Algunas parejas, por el contrario, sí se conocían desde hacía varios años y otras, la mayoría, se reunieron personalmente para trabajar a partir de la invitación de formar parte de este libro. El tema fue a libre elección de cada pareja y no es lo relevante, por ello ni siquiera se menciona en el libro, ni siquiera los títulos de las ilustraciones, dando pie a que el observador se forme su propia idea. La interacción entre poesía y dibujo fue lo importante.
Otro aspecto a mencionar es el hecho de que varios de los poetas de este libro se desenvuelven en Lima como pintores, habiendo sido una sorpresa conocer sus escritos y el nivel de los mismos. En este grupo se encuentra la descarnada poesía de la egresada en Pintura de la ENSABAP, Valia Llanos, quien trabajó junto al dibujo de las máquinas fundamentadas en lo humano de Javier Ramos Cucho, también el trabajo de Verónica Cabanillas, formada en la Facultad de Arte de la PUCP; asimismo, la labor de Anahí Vásquez de Velasco, quien trabajó junto a las inquietantes propuestas del artista Julius Sobrino. Un caso especial fue el del poeta Miguel Vílchez, pintor recientemente egresado de la ENSABAP a quien le correspondió trabajar a la par de Fito Espinosa. El trabajo plástico de Vílchez -como el de la mayor parte de su promoción y aún de promociones anteriores- se encuentra decididamente influenciado por el reciente de Espinosa y el resultado de su interacción reafirma lo dicho, extendiendo la influencia del último en el plano literario.
Tal vez en las antípodas de aquella propuesta, el trabajo de Vladimir Ramos, exterior, agudo, busca despertar cierta consciencia crítica en los textos de Juan Pablo Mejía, cuyas palabras parecen emerger de la atmósfera de las obras del pintor. Conocedores de realidades similares, Giussepe Mendiola dio forma a los textos, de una belleza extraña, de Rodolfo Ybarra, recurriendo incluso a manchas de café. ¿Evocación al desvelo del trabajo intelectual? Francisco León y Mako Moya, poeta y pintor respectivamente, músicos ambos, viscerales y excesivos en sus respectivas manifestaciones, se acomodan fluidamente como Angélica Chávez y su dibujo de cariz onírico amalgamado por la poesía mítica y a la vez mundana de Vilo Arévalo.
Llegado a este punto, no es difícil entrever que fueron dos los criterios elementales que determinaron la conformación de las parejas: su afinidad o su oposición. Así, es evidente que el trabajo de un poeta vital como Héctor Ñaupari se engarce a la perfección con el dibujo de una artista como Elizabeth López Avilés, líneas pobladas de sugestión y erotismo; lo mismo podría decirse de la interacción de Verónica Cabanillas y Giancarlo León Waller, violencia, desconcierto, estallidos. En el otro extremo de la propuesta, podemos hablar de la rabia contenida, asolapada, la indignación, de los textos de Zadith Vega con los dibujos más bien voluptuosos, hedonistas y obscenos, de Shila Acosta, o la prosa poética de Wilver Moreno Tineo, resuelta, lapidaria, frente a las escenas del mencionado De Utia.
En un oficio de constante aprendizaje y en el que la idea de validez es tan variable, como el del Arte, la clave es pensar qué convino más a los artistas: si trabajar en afinidad o en oposición. Tengo una respuesta a ello, pero la que cuenta es la que cada uno de los que avizoren estas páginas obtengan. Para concluir este breve recuento del origen y desarrollo del presente libro, agradezco a los artistas del dibujo y a los poetas que lo conforman.
(Texto: Iván Fernández-Dávila. Imagen: portada del libro)